Cambio: desplazamiento de la personalidad del ser amoroso de una actitud a otra efectuado en y por el enamoramiento.

1. “¿Si no me ama como soy, no me ama de verdad?” En las nubes del cortejo amoroso se busca parecerse a lo deseado por quien se desea. “Cambiaré, a cambio de tenerte para mí.” Atributos del sujeto amoroso son desplazados en la romántica tarea de elegir los regalos, la vestimenta, los gestos, las palabras, la película, la música, el sitio, el sexo, el tema de discusión o las ideologías “adecuadas” para ser usadas durante el cortejo. “No podrás negarte cuando yo te sea deseable.” La insistencia de un valor referencial sembrado en el deseo del amado procrea espacio en los rincones ocultos del loco enamorado, como en una estantería, donde se montan piezas que son del gusto del ser amado.

Con una artimaña basada en el camuflaje, me interno donde al principio era un ser extraño (un ser invisible): al enigmático marco perceptivo del ser amado donde intento ser reconocido por los criterios de su agrado. A manera de ascesis directa hacia una apoteosis cambio múltiples estratos del “yo”, ya sea en apariencia o en esencia, haciéndole inestable para llegar a los sitios añorados custodiados por los deseos de mi amada (y no los míos propiamente) y finalmente cumplir con los fines del deseo. Expando mis plumas; las que este cuerpo, en acto y en potencia, pueden ofrecer. Y espero con ellas conectar con el otro, su deseo, y, de una vez por todas, abrir el camino de las exigencias del placer.

Cuando estoy enamorado no soy aceptado como soy; yo mismo, bajo la influencia de la fuerza del amor, no me acepto, me desdoblo más allá del estado acostumbrado, me enrollo en un incesante cambio. El cuerpo se desborda buscando saciar su hambre; olvida los límites y desecha el viejo discurso del “yo”. No comprende aquello de: “debe amarte cómo eres, si no, no es amor”. Ignora el “deber ser”, no le importa siquiera. Se mantiene en incesable flujo, cambiando, señalado por Heráclito. Su único anclaje, el de la inmutabilidad de la presencia del deseo emergente de la carne manifestado en la representación mutante de la supervivencia amorosa. “… ¿amor mío en qué te he fallado? porté el disfraz de la elegancia teñida por tus hechizos para que me desearás y no hay de ti, siquiera, una noche bajo mis brazos.”

2. (Filosofía de la percepción). Desde un punto fenomenológico, al encontrarse el ser arrojado en el mundo, los elementos y habitantes de éste, apropiadas por lo sensible, son incrustados en el cuerpo como partículas de sentido. “Y es la «carne»  la que forma en su relación un cúmulo de intenciones, valores, pensamientos, sueños y sentimientos; que si bien son el producto de la percepción, llamémosla «original», también son retroactivamente la causa de que la percepción cambie de estructura y lo percibido por ella y quien percibe, también, se vea afectado.

En este momento estoy sujeto perceptivamente a esta habitación, a este vaso, a este libro, a esta melodía que en menor o mayor medida son lo que mi interpretación dicta; a la vez que ellas “me hacen ser” al presentarse como conjunto en una vivencia donde se pacta una relación vital. Me afectan y como tal hacen cambiar algo en mi espíritu, el cual habilita un lugar para una nueva configuración de personalidad, con la que juzgo, deseo y amo al mundo. Estoy, en resumidas cuentas, dirigido por el enigmático albedrío de las vivencias. Sin embargo, se trata de un ínfimo cambio en mí. El gran cambio viene cuando se está enamorado, cuando la fuerza del amado, con el toque delicado de su existencia, cambia significativamente al sujeto amoroso. Cuando se vive de los humores del amor uno se desnuda, se expone a ser rasguñado, mutilado y luego, ser reconstruido, como el monstruo, con trozos de cadáver. El amor cambia a los amantes y los amantes cambian el amor.  “Tú has cambiado, yo he cambiado. Todo este tiempo, mientras nos amábamos, nos hemos afectado alejándonos más y más de quien nos habíamos enamorado, no nos conocemos. Y ahora nos cuesta tanto decirnos adiós”   

3. Enamorarse supone al amado fijado a una personalidad estable y todo cambio ínfimo en su actitud es considerado como un accidente propio de todo devenir humano; pero cuando el cambio es drástico hay una transgresión a la ley implícita del enamoramiento y la posesión que no admite la transformación radical del amado. Cuando se ama, el deseo se arroja hacia un ser coalescente, gestado por el deseo del amante y por el cuerpo vivo del amado; es inmutabilidad de un ser verdadero y cualquier transmutación, distinto a lo acostumbrado, el deseo se confunde y desconoce su objetivo responsabilizando muchas veces al amor y/o al deseo del otro: ¡Ya no eres la misma de antes!  ¿Por qué ya no me abrazas, acaso ya no me amas? Cambiar es un pecado; suele alejar a las personas amadas de nuestros deseos, las hace no deseables; contradice a nuestro egoísmo y destruye la zona de confort del mismo deseo. El cambio exige al deseo asombrarse, acoplarse, expandirse, rodar en la locura; no encaja en los pantanos del otro, es la manzana de la discordia.

4. El cambio como esperanza: Creí en ti y me decepcionaste. ¡Nunca cambiarás!